Japón siempre ha sido un misterio para los occidentales. Con una posición geográfica extrañamente simétrica a Reino Unido en el otro extremo del continente euroasiático, ambos países comparten culturas fuertes, pero muy distintas. Reino Unido fue una vez faro de occidentalismo. Japón, una pequeña nación de 72 millones de habitantes en 1940 con una cultura profundamente endogámica, fue el causante de la extensión de la Segunda Guerra Mundial en Asia. Su derrota final a manos de EEUU planteó a este país cómo controlar y reconstruir una nación que luchó hasta el límite con fiereza y crueldad, sin tener que desplazar a Japón a un millón de soldados norteamericanos.
La respuesta vino de comprender la cultura japonesa y actuar en consecuencia. Los contenidos del libro El crisantemo y la espada, escrito por la antropóloga Ruth Dickinson e inspirado en la solicitud del gobierno de EEUU, estuvo detrás de la primera decisión trascendental que tomó el general McArthur, comandante en jefe de las fuerzas norteamericanas de ocupación en Japón tras la rendición. Con unos pocos miles de hombres, decidió mantener la autoridad y preservar la vida del emperador Hiro Hito, pero al tiempo condenar a la horca al primer ministro Tojo, jefe del gobierno militarista que ordenó el ataque a Pearl Harbor.

La cultura japonesa dista mucho de los códigos occidentales y aunque tiene una fuerte base china permaneció completamente aislada hasta la revolución del emperador Meiji de 1868. Curiosamente, Japón no es un país de cultura milenaria. No usó la escritura (que importó y adaptó de China creando sus propios ideogramas) hasta el siglo VII de nuestra era. Mantuvo un jerárquico sistema de castas hasta el siglo XIX, estratificado entre el shogun, los daimios, los samurais, los campesinos, comerciantes y esclavos, con el emperador en la cúpula como figura divina y representativa. La jerarquía basada en edad, sexo, o primogenitura dictaba el código de comportamiento en las relaciones familiares. Su credo sintoísta tiene una base budista y confuciana, pero no creen en la reencarnación ni asumen el pacifismo confuciano. De hecho, vieron las religiones y los dogmas ajenos a su cultura como un peligro para la misma, como bien saben los jesuitas.
Su sistema de valores está presidido por un código de honor que impregna el comportamiento de cada persona y su aceptación social. Las desviaciones son poco toleradas, sobre todo en el Japón antes de la derrota. Entonces aplicaban sus propios estándares de pensamiento a la relación con otras naciones. Su visión jerárquica les llevó a concebir que Japón merecía una posición de dominio en Asia, reforzadas por la tremenda expansión industrial y económica que alcanzaron desde la revolución Meiji. Las victorias militares contra Rusia en 1905 y la invasión a gran escala de China en 1937 tras la creación de Manchuria en 1931 (aprovechándose del último emperador de China, el títere Pu Yi), reforzaron su sensación de superioridad. Curiosamente, Japón se desarrolló económicamente sin clases medias, como ocurrió en occidente.
Para el japonés, las obligaciones para con el emperador, la familia, los jefes, son equivalentes a una deuda financiera, el on, que se asume y se paga cuando se requiere, sea en una guerra, ante un contrato matrimonial organizado por los padres, o ante un contrato privado o una relación de amistad. Los japoneses no gustan de recibir favores a los que no pueden corresponder en igual medida. La venganza es parte legítima de la acción cuando el honor ha sido mancillado según sus códigos personales (giri). Su respeto por la jerarquía les hace cambiar diametralmente su actitud, como cuando el emperador Hiro Hito ordenó la rendición de Japón: los mismos soldados fueron a la guerra por orden del gobierno militarista de Tojo y que sobrevivieron, eran casi corteses con los norteamericanos un día más tarde de la orden de rendición. McArthur y sus soldados no tuvieron incidentes notables durante la ocupación norteamericana. Simplemente asumieron que su visión de dominio de Asia estaba equivocada y había que trabajar en una dirección distinta. Y a ello se pusieron con energía, convirtiéndose, después de haber sido arrasados, en segunda potencia mundial tras EEUU en los años ochenta del siglo pasado.
El japonés es un pueblo de contradicciones a ojos occidentales, entre otras razones, porque no tiene concepción del bien o el mal según nuestros estándares occidentales, mucho más moralistas por la influencia de la religión judeocristiana. El japonés se rige por normas de conducta que pueden llevarle a matar, o a ser extremadamente cordial y agradecido. Para ellos, un hombre bueno es una persona que usa sus capacidades al máximo. Hasta 1945, el suicidio por seppuku era la forma de pedir perdón por una actuación deshonrosa. En los 47 ronin, la epopeya nacional que vertebra una parte de su identidad, unos samurais, ante la muerte por seppuku de su señor daimio, se vengan, en contra de la orden del shogun, matando al otro daimio que afrentó a su señor. Como consecuencia, los 47 ronin han de cometer seppuku. Su nivel de autoexigencia les obliga a ser “una espada libre de herrumbre”. Para el japonés, la sinceridad o makoto no tiene el significado de verdad que le damos en occidente, sino de coherencia con lo que se piensa o se es, llegando al fanatismo si es necesario.
Para el japonés, es más importante la vergüenza que la culpa. La vergüenza es una carga insoportable, que hace tolerable la venganza, o incluso el suidicio o seppuku por deshonor. Las culturas occidentales de la culpa han encontrado en la confesión cristiana un método de expiación, sin espectadores. Para el japonés, el deshonor, aunque sea privado, es intolerable, por su compromiso con su cultura y valores.
El cultivo del espíritu japonés tiene numerosas manifestaciones estéticas (paisajismo, orden, perfeccionismo, etcétera) que refuerzan su entrega, al tiempo que aparentan delicadeza. La otra parte de la espada es el crisantemo, la flor por excelencia del Japón.
Los japoneses tienen una “ética de alternativas”. No hay buenas o malas según su pensamiento, simplemente adoptarán en cada caso aquella que convenga al Japón.
Cuanto ha cambiado el Japón del siglo XXI setenta años después de la Segunda Guerra Mundial es algo indudable, dada su progresiva apertura al mundo, sus cambios demográficos, y la necesidad de insertarse en la economía mundial y en la gestión de los conflictos regionales. Será interesante, e incluso trascendente, comprobar cuánto de su cultura será respetado por las nuevas generaciones, especialmente en lo tocante a la jerarquía y su rígido código de comportamiento. Pero sin duda, su carácter no les hará ser miembros pasivos en la reordenación geopolítica en curso. Por ello, El crisantemo y la espada es un buen punto de partida para cualquier observador interesado en Japón.
Para ver en el cine películas que traten sobre los valores de Japón es recomendable ver las siguientes películas:









