En los últimos años, la globalización y la deslocalización hacia terceros países de bajo coste ha afectado el mercado laboral y la estructura económica de países como Estados Unidos y Europa. En los próximos, es previsible que la imparable extensión de la inteligencia artificial (IA) se una al primer efecto, que ha sido beneficioso para el mundo en su conjunto, pero quizá perjudicial a corto plazo para algunas naciones.
Globalización y extensión de la IA comparten un mismo efecto devastador: el estrangulamiento creciente de las clases medias, sobre todo en occidente, atrapadas entre un techo de élite inalcanzable y un suelo de precariedad que no deja de crecer. Curiosamente, esta dinámica encuentra un eco en el movimiento MAGA de Donald Trump, con su promesa de devolver la grandeza a América a golpe de tarifas y producción local. La desigualdad está en máximos en EEUU, las corporaciones y sus directivos ganan más que nunca, al tiempo que las pequeñas empresas no lo están haciendo tan bien. El mensaje de mejora económica de las clases más desfavorecidas ha devuelto la presidencia a Donald Trump.
La IA va a transformar el trabajo tal y como lo conocemos. Los empleos de nivel intermedio —esos que llenaban las oficinas y las fábricas con contables, administrativos o técnicos— y muchos del nivel alto son los más vulnerables. La automatización no solo los sustituye, sino que los mejora, dejando a las máquinas como las reinas de la eficiencia. El resultado es una polarización laboral que dibuja un panorama inquietante: en la cima, los gurús tecnológicos que diseñan algoritmos se forran; en la base, los trabajos físicos —repartidores, cuidadores, peones— resisten porque la IA aún no tiene brazos para todo. Y en el medio, la clase trabajadora que soñaba con estabilidad ve cómo su mundo se desmorona.
Mirando la economía estadounidense, el paralelismo es evidente. La globalización y la desindustrialización han creado una pirámide similar: multinacionales todopoderosas en lo más alto, clases bajas aferradas a empleos mal pagados y una clase media que se hunde con cada fábrica que se muda a Shenzhen o Tijuana. Aquí entra Trump con su varita mágica proteccionista: aranceles a los competidores extranjeros y caramelos fiscales para las empresas que se queden en casa. El objetivo es claro: resucitar la industria local, devolver los empleos a Ohio y Michigan, y poner un candado a la hemorragia globalizadora. Es el grito de guerra del MAGA, un canto nostálgico a los días en que América fabricaba sus propios tornillos.
Pero la analogía tiene sus grietas. Mientras la globalización se combate con fronteras, la IA es un enemigo interno que no entiende de aduanas. Puedes traer de vuelta una planta de acero, pero si llega cargada de robots, el obrero de antaño seguirá en el paro. La política de Trump ataca un flanco —la deslocalización—, pero deja el otro —la automatización— bailando a sus anchas. Y aquí está el quid de la cuestión: la clase media no solo necesita que las empresas vuelvan, sino que el trabajo que traigan genere empleos humanos, no sólo algoritmos de eficiencia.
De otra parte, EEUU está mirando el mundo como si fuera un juego de suma cero, con una gestión transaccional de las relaciones exteriores como si estuviera gestionando una empresa. Ese no es el mundo que ha crecido ininterrumpidamente desde los años 60 del siglo pasado a la mayor tasa a lo largo de prácticamente todo el globo, basado en políticas multilaterales, buscando el win win, con acuerdos de libre comercio razonables, compartiendo ciencia y conocimiento abierto. Las políticas de Trump en esta primera parte de su mandato no auguran juegos de suma positiva para el mundo.
En el fondo, tanto la IA como la globalización son espejos de un mismo drama: la erosión de un modelo social que prometía ascensores para todos y del que Yuval Noah Harari habla en su libro “Nexus” como el “riesgo de estados fallidos” (Mustafa Suleyman hace lo propio en el capítulo “Estados de fracaso” en “La ola que viene”). Trump, con sus tarifas ofrece una solución parcial, de corto plazo, para las empresas estadounidenses, pero hay un límite a su propia capacidad de asegurar su autonomía y seguridad estratégica.
La verdadera jugada está en mirar de frente las consecuencias del progreso de tecnología: la tendencia hacia la globalización siempre ha sido fruto de la tecnología del momento. La primera circunnavegación se debió a la tecnología de las embarcaciones, la exploración de la Luna fue posible a través de las naves espaciales y en la antigüedad la rueda fue necesaria para llevar materiales a regiones ignotas.
La IA, aún en pañales, es probablemente la tecnología más disruptiva que jamás haya inventado el hombre. Como es inexorable, hay que formar a la gente, reinventar los trabajos, repensar la financiación de los estados contando con las máquinas como sujetos fiscales, y posiblemente pensar seriamente en que todo esto no será suficiente. Vamos a un mundo con menos empleos, y esto es palpable sobre todo en los países occidentales, fenómeno que crecerá conforme se implante la IA. Una renta básica universal será inevitable, y ello consolidará aún más la desigualdad económica existente. ¿Hay otra solución?
Y mientras tanto, Trump trata de forzar una globalización a la medida de los intereses económicos de EEUU. ¿Cuánto tiempo tardará en darse cuenta de que el mundo no funciona sosteniblemente a través de juegos de suma cero? ¿O le da igual?