Europa atraviesa un momento definitorio, quizás uno de los más delicados desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Su proyecto común se ve tensionado por una combinación de factores estructurales, estratégicos y culturales que desafían su cohesión interna, su proyección global y su propia razón de ser.
La productividad no vendrá de mano de obra europea. La demografía muestra una Europa envejecida, con tasas de natalidad en descenso y una fuerza laboral que disminuye mientras aumentan las necesidades de protección social. La dificultad para tomar decisiones colectivas, agravada por la regla de la unanimidad en muchas áreas clave, paraliza o ralentiza respuestas urgentes. La ampliación a nuevos países —como Ucrania, Moldavia o los Balcanes occidentales— es estratégica, pero plantea dilemas políticos, económicos y jurídicos no resueltos.
La seguridad continental se ha convertido en una prioridad, tras la agresión rusa a Ucrania y el creciente distanciamiento de Estados Unidos como garante casi exclusivo de la defensa europea. La idea de una “Europa geopolítica” aún está lejos de materializarse en una capacidad real y autónoma.
En el plano económico, la fragmentación del mercado interior en sectores clave —como la energía, las telecomunicaciones o los servicios financieros— impide alcanzar la escala necesaria para competir con actores globales como China o Estados Unidos en áreas estratégicas como la inteligencia artificial, los microchips o las tecnologías verdes. Ello apunta a la necesidad urgente de crear un mercado único del conocimiento y las ideas, que se una a la libre circulación de mercancías, servicios, capitales y personas.
La transición ecológica, aunque urgente, genera costes importantes, especialmente si se quiere que sea socialmente justa. Esto se suma a la pesada burocracia que resulta de la yuxtaposición de normativas comunitarias y nacionales, lo que desincentiva la innovación y crea escepticismo en la ciudadanía y las empresas.
Todo ello ocurre en un contexto de resurgimiento del nacionalismo y del euroescepticismo en parte del electorado en varios Estados miembros. La democracia liberal pierde legitimidad ante una parte de la ciudadanía, que ve con creciente simpatía regímenes autoritarios capaces de ofrecer resultados eficaces, aunque sea a costa de libertades. La promesa europea de paz, prosperidad y libertad ya no basta por sí sola para movilizar a nuevas generaciones.
En este contexto, no basta con gestionar. Es necesario liderar. Con visión, con alma, con compromiso. Y para ello, es útil mirar al pasado para inspirar el futuro.
En su reciente libro Europa: última oportunidad, Enrico Letta (autor del reporte Mucho más que un mercado comisionado por la Comisión Europea y por las presidencias española y belga en el Parlamento Europeo) rescata una figura clave para repensar el futuro europeo: Jacques Delors, presidente de la Comisión Europea entre 1985 y 1995. Arquitecto del mercado único, impulsor del proyecto Erasmus, defensor de una Europa social, Delors representa un estilo de liderazgo que hoy parece más necesario que nunca.
Letta sintetiza las virtudes del estilo Delors en siete claves, que pueden ilustrarse con hechos concretos de su paso por la Comisión Europea:
1. El “nosotros” por encima del “yo”
Delors evitó en lo posible el personalismo. Su gestión buscó reforzar el proyecto europeo como algo compartido. En la elaboración del Acta Única Europea (1986), promovió una lógica de integración colectiva, haciendo que todos los Estados miembros sintieran que el mercado único era su proyecto común, no una imposición central.
2. Respeto y paciencia
Frente a las tensiones entre países del norte y del sur, Delors supo practicar la diplomacia paciente. Durante las negociaciones para integrar a España y Portugal en la Comunidad Europea, supo mostrar respeto por sus tiempos políticos y necesidades de desarrollo, promoviendo fondos estructurales para acompañar su integración sin fracturas.
3. Empatía auténtica
Delors se comprometió con la dimensión social del proyecto europeo, algo poco habitual en una Comisión hasta entonces centrada en lo económico. Fue clave en la Carta Comunitaria de los Derechos Sociales Fundamentales de los Trabajadores (1989), mostrando una empatía real con los ciudadanos europeos, más allá de los mercados.
4. Escucha con voluntad de comprender
Una de sus grandes virtudes fue la escucha activa y plural. En la preparación del Libro Blanco sobre crecimiento, competitividad y empleo (1993), organizó una amplia consulta con gobiernos, sindicatos, empresas y académicos, incorporando una visión colectiva y no tecnocrática de la estrategia futura.
5. Liderazgo horizontal
Delors supo que no podía ni debía liderar desde arriba. Fomentó la co-creación de políticas con los Estados miembros. El programa Erasmus (1987) es un ejemplo de liderazgo horizontal: en vez de imponer un modelo único, generó un marco flexible para que cada país contribuyera y adaptara la iniciativa a su realidad educativa.
6. Capacidad de ejecución
Más allá de las ideas, Delors era un hombre de acción. El lanzamiento del euro, aunque posterior a su mandato, fue posible gracias a su impulso del Informe Delors (1989), que diseñó con precisión los pasos para alcanzar la unión económica y monetaria. Su método riguroso permitió transformar una visión en una arquitectura institucional concreta centrada en el Banco Central Europeo.
7. Compromiso con las nuevas generaciones
Delors entendía que la legitimidad de Europa pasaba por conectar con los jóvenes. Además del Erasmus, fue mentor de muchos cuadros europeos y fundó en 1996 el Instituto Jacques Delors, un laboratorio de ideas para formar nuevos líderes en el pensamiento y acción europea.
Hoy, en un contexto marcado por la polarización, el repliegue nacionalista y la tecnocracia sin narrativa, urge recuperar una forma de liderar que conjugue valores e ideas con método y acción. Una Europa que vuelva a emocionar, a convocar voluntades, a ilusionar con un propósito común.
El liderazgo que Europa necesita no es el del hombre fuerte que impone, ni el del burócrata que gestiona. Es el de quienes saben encarnar ideas con coraje, diálogo y coherencia, capaces de articular los grandes discursos con la resolución concreta de los problemas cotidianos. Líderes que no teman a la complejidad, pero que no se escondan tras ella. Que abracen la diversidad, sin perder el rumbo. Que miren lejos, sin dejar de actuar aquí y ahora.
En última instancia, los liderazgos que transforman no se reducen a cargos ni a siglas. Son personas que encarnan ideas y las traducen en acciones. Que construyen puentes donde otros levantan muros. Que siembran comunidad allí donde otros cultivan la desconfianza.
Europa necesita, más que estructuras, líderes capaces de hacer creíble una esperanza compartida. Quizá no haya muchos como Delors. Pero su legado sigue vivo cada vez que alguien, desde la política o desde la sociedad civil, actúa como él: con rigor, con empatía, con visión, con coraje.
Porque liderar no es mandar. Es servir a una idea que nos trasciende. ¿Dónde está el Delors que Europa necesita hoy?