No siempre son los más recordados quienes más influencia tienen en el futuro. A veces, el manto del tiempo oculta a personas que entendieron como el presente impacta en el futuro. Alexander von Humboldt (1769–1859) es uno de esos casos. Su figura monumental, su legado científico y su pensamiento integrador han quedado relegados en el recuerdo colectivo, a pesar de que su influencia atraviesa disciplinas, generaciones y continentes.
Humboldt fue uno de los últimos grandes polímatas, un hombre que encarnó un saber insatisfecho en una época en que la ciencia comenzaba a fragmentarse por disciplinas. Fue explorador, botánico, geógrafo, geólogo, astrónomo, escritor y divulgador. Su mirada no se detenía en las categorías, sino que las interconectaba y ampliaba con una narrativa avasalladora. Donde otros veían elementos aislados, Humboldt veía conexiones. Comprendió la naturaleza como un todo interdependiente, una red viva y compleja, donde el destino del ser humano está inexorablemente unido al destino del planeta. “Cuando se destruye la naturaleza, el ser humano también sufre”. Esa afirmación, escrita hace más de 200 años, resuena hoy con más fuerza que nunca.
Sus viajes por América Latina fueron legendarios. En Colombia, Venezuela, Ecuador y Perú recogió miles de especies vegetales, subió montañas como el Chimborazo casi hasta su cima, midió temperaturas, altitudes, humedad, compuso mapas y teorías. De ese viaje surgió el Naturgemälde, considerado por muchos la primera infografía científica de la historia: una representación visual que unía en una sola imagen altitud, tipos de vegetación, clima y geografía. Una visión revolucionaria para su tiempo. Humboldt no solo recogía datos, sino que los interpretaba con una intuición natural para lo sistémico.
Fue admirado por Thomas Jefferson, que lo consideraba un referente en la comprensión del nuevo continente. Su correspondencia con el presidente estadounidense contribuyó a perfilar la visión territorial de Estados Unidos, en particular en la expansión hacia el oeste. Pero también fue crítico con el modelo esclavista, que le parecía incompatible con la idea de igualdad que defendía. En París conoció a Simón Bolívar, a quien transmitió su disgusto sobre la dominación colonial española. En parte inflamado por la visión de naturaleza paradisíaca contagiada por Humboldt, Bolívar volvió a América convencido de que la independencia no era solo posible, sino necesaria. Aunque también es justo recordar que Bolívar, como Napoleón, hijos de pensamiento revolucionario, tornaron a dictadores una vez alcanzado el poder.
Su pensamiento influyó también en naturalistas como Charles Darwin, leía los libros de Humboldten en el Beagle que iluminó “La evolución de las especies». Henry D. Thoreau, considerado el padre de la naturaleza en Estados Unidos, con «Walden», bebió de su concepción del ser humano en contacto directo con la naturaleza. John Muir, el gran impulsor de los parques nacionales en Estados Unidos, leyó a Humboldt antes de defender la conservación de Yosemite. Ernst Haeckel, descubrió la estructuras microscópicas de los radiolarios a partir de las investigaciones de Humboldt, iniciandose una corriente artística que influiría en el Art Nouveau. La huella de Humboldt puede rastrearse en la arquitectura de Gaudí, en el pensamiento de los conservacionistas, en la ética ambiental moderna.
Y pese a que su nombre aparece en mapas, calles, corrientes marinas o ciudades, Humboldt ha sido injustamente marginado del canon científico y cultural del mundo anglosajón. En parte porque sus ideas sobre la esclavitud eran incómodas en la época, porque su obra no encajaba bien en un mundo que ya empezaba a compartimentar el saber. Y en parte porque su figura desbordaba las estructuras de prestigio que otorgan visibilidad histórica. Humboldt era un personaje divergente.
Fue un europeo que decidió explorar más allá de los márgenes conocidos, con una sensibilidad que rechazaba el saqueo colonial y una curiosidad insaciable por entender, no dominar. Murió endeudado, después de haber dedicado toda su herencia familiar a la investigación y a los viajes. En su tiempo no existían derechos de autor: escribir y publicar no era un negocio, sino un acto de entrega. Sus obras, Cosmos y Personal Narrative, siguen siendo referencia por su profundidad y por su prosa apasionada.
Todo esto lo recupera con rigor y emoción la escritora Andrea Wulf en su biografía «La invención de la naturaleza» (Taurus, 2018), un homenaje brillante que rescata la memoria de Humboldt para el siglo XXI. En sus páginas no solo se narra su vida, sino que se reconstruye su pensamiento, su visión del mundo y el impacto profundo que tuvo —y sigue teniendo— en nuestra forma de entender la naturaleza. Wulf consigue lo que pocos logran: despertar en el lector la misma pasión por el conocimiento y el asombro que movieron a Humboldt toda su vida.

Hoy, en tiempos de crisis climática, de retrocesos en políticas ambientales y de negacionismo revestido de discurso ideológico, el pensamiento de Humboldt se convierte en una brújula. Fue él quien entendió antes que nadie que la humanidad y la naturaleza no son entidades separadas. Su visión de la vida como sistema integrado, su defensa de la equidad, su rechazo a la explotación y su amor por lo diverso tienen una vigencia que debería incomodar a quienes buscan reducir la ciencia al utilitarismo o la ética a un estorbo ideológico.
Recordar a Humboldt es recordar que muchas veces quienes ven más lejos son ignorados por los que solo miran lo inmediato. Es una invitación a recuperar el valor de la mirada larga, de la exploración sin recompensa inmediata, de la conexión entre saber y sensibilidad. Su olvido no es inocente. Y su recuerdo, necesario.
Porque no siempre son los más visibles quienes hacen avanzar el mundo. A veces, los verdaderos precursores caminan en silencio, sembrando ideas que otros recogerán mucho después. Humboldt fue uno de ellos. Y entender su legado es entendernos mejor a nosotros mismos.
