Quizá el mérito sea uno de los incentivos que permite explicar mejor el progreso de las sociedades humanas. El mérito es un atributo que se asocia con la legitimación para impulsar el cambio y con la transformación, que son, a su vez, el combustible del avance de la sociedad. De ahí que meritocracia sea el entorno que favorece la cultura del mérito.
El mérito:
¿Qué es el mérito? De forma teórica puede definirse como:
“Un conjunto de actitudes que permite que las personas sean mejores y evolucionen hacia un cierto estado de riqueza o que consigan objetivos reconocidos por la sociedad. ”
“Javier ha hecho méritos para…” le adjudica un reconocimiento que le hace acreedor de algo. El mérito pueden ser las pruebas académicas superadas o los trabajos exitosamente desempeñados. Todo esto da lugar a credenciales, como las que enumeramos en los perfiles de LinkedIn, datos usados por algoritmos en las búsquedas de talento. El mérito académico y profesional además abre la puerta de nuevas relaciones. Desde esta perspectiva, el mérito es bueno, ya que es prueba en buena parte del esfuerzo personal y de capacidades adquiridas que no se obtendrían «sin hacer méritos para ello.»
El mérito incluso tiene un reconocimiento como virtud moral. En todas las religiones el concepto de mérito está socialmente reconocido, aunque la respuesta de lo que es meritorio puede responder sistemas de valores distintos. En las religiones teocráticas el merecedor del cielo es quien realiza acciones en vida que le hace merecedor de una vida en el más allá. En el mundo cristiano se premian virtudes como el esfuerzo, el perdón o la ayuda al prójimo. En el mundo musulmán la religión influye de una forma tan intensa en vida social que aquella se vive a través sus textos sagrados, de las interpretaciones de sus ulemas. En las principales religiones asiáticas el mérito está muy asociado al comportamiento colectivo y a la armonía.
La tiranía del mérito
El libro de Michael J. Sandel “La tiranía del mérito” (2018, editorial Debate) examina el mérito como elemento de ascenso social dentro de la escala del progreso económico de las sociedades actuales. La meritocracia que impera sobre todo a partir de la segunda parte del siglo XX es la evolución de la anterior aristocracia (ascenso basado en derechos de cuna).
El mérito como hoy lo concebimos está fuertemente ligado a los logros merecidos y en ello es crucial la educación. “La educación y en concreto las universidades, son el filtro que destila a los meritorios, y los más meritorios deberían ser los que gobiernan el mundo”, dice la teoría. En un mundo en constante cambio, la meritocracia parece el mejor método para asegurar oportunidades con criterios objetivos y promover el ascenso social.
El libro explica el sistema casi darwinista de selección en las universidades líderes en Estados Unidos, donde las pruebas de acceso, por su coste y exigencia, son inaccesibles para la mayoría, aunque tengan cualidades para ello. Importan factores como el país de nacimiento, las capacidades económicas de la familia en la que cada uno crece, o el impulso de nuestros progenitores. Pero también es indudable que hay factores que influyen en el éxito que pertenecen a la esfera de lo que las personas podemos hacer por nosotros mismos.
Meritocracia e igualdad
Por supuesto, hay universidades públicas en muchos países donde el acceso y los estudios permiten una elevación general de las posibilidades de las personas, pero es evidente que la desigualdad en el mundo se ha incrementado, incluso en los países con universidades, públicas y privadas, y ello es visible sobre todo en Norteamérica y en Europa. La desigualdad global en los últimos 20 años se ha reducido sobre todo por la elevación del nivel de vida en el mundo asiático.
La meritocracia es un valor para el ascenso social que comparten prácticamente todas las culturas avanzadas. La propia China es el epítome de la meritocracia en la forma de organización histórica de su maquinaria de estado. Desde las pruebas de acceso al mandarinato en la época imperial hasta hoy, donde acceder a las mejores universidades y obtener las mejores calificaciones se ha convertido en la mayor aspiración de las familias chinas, que están dispuestas a sacrificar todos sus ahorros para que sus hijos (con frecuencia el único hijo) estudien en las mejores universidades. Anecdóticamente, todos los miembros permanentes del Politburó del Partido Comunista Chino tienen carrera universitaria con titulación técnica, incluyendo el propio Xi Jinping. No es extraño el salto económico y tecnológico de China en los últimos 20 años. Al tiempo ha elevado enormemente la renta media de todos los chinos, un logro digno de admiración.
Por tanto, y de forma global, la meritocracia tal y como está hoy concebida, no asegura el ascensor social generalizado que se supone que es. En este punto es oportuno conectar con la tecnocracia, también llamado gobierno a través de los preparados, que, en consecuencia, acumulan méritos de capacidad y experiencia. Sin embargo, a lo largo de la historia hay que reconocer que fueron personas sin formación las que desde la humildad de sus orígenes lideraron cambios de amplia repercusión social, especialmente en los dos últimos siglos.
Pero en el siglo XXI, ¿queremos gobiernos tecnocráticos regidos por personas donde la meritocracia académica y la supuesta competencia asociada sean los que dirigen nuestras sociedades?
La respuesta es sí, ¿pero es suficiente? ¿Dónde está el gobierno de las ideas que nace desde el impulso interior de los líderes, cuestiones que no se aprenden en las universidades y que no son parte de las competencias técnicas que hoy pueblan los currículos de las universidades? ¿Dónde está ese humanismo aprendido o sentido, que equilibre la formación técnica? Sin duda una mezcla es lo más apropiado, pero al tiempo a todos nos gustaría ver a la estructura del estado gestionada como una empresa social, ya que tiene como consecuencia unos resultados económicos (diferencia entre ingresos y gastos públicos) que afectan a todos los ciudadanos.
Meritocracia y bien común
Y si la concepción meritocrática no es suficiente, y gobernar por méritos puede imponer una cierta tiranía al sistema, estimulando la soberbia de los agraciados (“me lo he ganado”), y la frustración de los fracasados o menos dotados (“es una injusticia”), ¿cómo gestionamos el espacio del bien común? Pero antes, ¿qué es el bien común?
El bien común “son los valores y condiciones de seguridad, libertad, paz y tranquilidad que permiten que las personas evolucionen de la forma más feliz posible dentro de una sociedad”.
Cuando existe riesgo de pérdida del bien común aparece el miedo, la sensación de pérdida de dignidad o incluso de inutilidad. En este marco, los populismos de izquierda o derecha avisan, muchas veces con acierto, de la pérdida de condiciones fundamentales para la paz, pero proponen soluciones a veces simplistas y difíciles de implementar en el mundo complejo de hoy en día.
El libro no es concluyente respecto a las soluciones, pero sí apunta líneas de pensamiento que llevan a la reflexión.
¿Deberíamos reformar las universidades como mecanismos de ascenso social de forma que se evalúen competencias y formación humanista, dando lugar a personas más completas? Las universidades líderes en el mundo anglosajón cada vez más introducen enseñanza humanista en sus currículos. Es una noticia esperanzadora.
¿Habría que reformar el sistema impositivo para sobre todo gravar la enorme acumulación de riqueza en los extremos más beneficiados por el éxito meritocrático actual? El G7 acaba de anunciar un acuerdo para gravar los beneficios de las grandes empresas, al menos hasta el 15%. Es una buena noticia.
Como la democracia, la meritocracia es el mejor sistema conocido de ascenso social. Pero no es tan perfecto como uno puede pensar antes de leer “La tiranía del mérito”. Por eso, hay que mantenerlo, pero adecuarlo.
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